jueves, 28 de abril de 2011

EL DISFRAZ-JUAN JOSÉ MOROSOLI






El flaco Matías se paró frente a la vidriera. Allí estaba la careta de calavera. Era cierto. Medina le había dicho que él mismo la había visto y que era el primer asombrado.

-Mirá, yo sé que caretas hay de todas clases. No hay cara que no tenga su careta. ¡Con decirte que he visto la careta de Siete y Tres Diez!

El flaco estuvo con ganas de no creer. Siete y Tres Diez era un rengo feísimo y de mal genio. No encontraba pareja para el truco porque al pasar la seña hacía reír al compañero y de yapa se enojaba.

-Pero de muerto, eso sí que no había visto… ¡Ni había pensado ver siquiera!





...



El Flaco no había querido disfrazarse nunca. Le parecía una estupidez. Él no estaba de acuerdo en hacer reír a los demás. Pero allí, frente a aquella careta, sintió el deseo de disfrazarse. Le había gustado quién sabe por qué. Entró y la compró. El comerciante se la vendió muy barata, eso sí, le fue franco. Le dijo que no la había tirado a la basura porque el deber de él, como comerciante, era venderla y no tirarla.

-Lo que uno compra es porque vale y el deber es hacerlo valer más.

Él lo entendía así, al menos. Sin embargo, se la dio por poco más de nada.

-Bueno –dijo el Flaco- ¿y esto qué traje lleva?

-¿Cómo qué traje?

-¡Pues! ¿O es que la muerte no tiene cuerpo?...

El asunto comenzó a conversarse.

-Mire, si quiere se pone un camisón blanco que vaya hasta el suelo. O uno negro.

Y agregó:

-Tiene que llevar guadaña, también…

Si quería, podía llevar bajo el camisón un tarro con gusanos. Él había visto, siendo niño, en España, de donde era, un hombre disfrazado de Muerte, que hacía esto.


...




En la comisaría, cuando fue a pedir el permiso, le previnieron:

-Mire que no se puede disfrazar de general, ni de cura… ¿Oyó?

-¿Y de muerte? –preguntó el Flaco.

-¿Cómo de muerte?

-Sí. Tengo una careta de calavera.

-¿Es la que estaba en la tienda de Pérez?

-¡Es esa misma!

Entonces el escribiente le dijo que esa careta no se podía usar.

-¿Por qué?

-Porque es una falta de respeto a la religión.

El Flaco le dijo que no veía que tenía que ver una cosa con la otra. Además, allí había un edicto que decía: curas y generales. De la muerte no decía “absolutamente nada”.

-Muy bien. Lo que usted va a hacer no tiene nombre. Reírse de lo más sagrado. Reírse de la muerte.

-Yo –dijo el Flaco para terminar-, no es por reírme de la muerte. Es por divertirme yo.

Le dieron el permiso.




...



-¿Pero vos te divertís con eso, Flaco?

La careta le quedaba bien. Además, según decía Medina, caminaba de una manera que hacía juego con el disfraz.

-¿Cómo, hermano?

No se podía explicar.

-Vos tenés un caminar que te viene bien pa eso… ¡Qué te viá explicar yo!... Cada uno tiene su caminar, y el tuyo hace pensar en la muerte.




...



Él caminaba como caminaba siempre. Miraba a las viejas y hacía un ademán con la mano: que lo esperaran. Luego con la guadaña hacía un movimiento de segador. Allí en la plaza, la gente se olvidaba de los gauchos, que barajaban haciendo un ruido del diablo con sus machetes de palo, de los caballos que se deshacían materialmente corcoveando bajo el azote de los taleros, y se agrupaban curioseando al Flaco que avanzaba por el centro. Dos escoberos que se descaderaban bailando entre unos cueros que les colgaban de la cintura, hirvientes de cascabeles, rodeados de curiosos, se que quedaban sin concurso. Un cristiano disfrazado de avestruz, se mataba disparando, exagerando el susto que le ocasionaba el Flaco. Algunas viejas se persignaban.

Fue entonces que un disfrazado de mujer embarazada, empezó a tirarle besos, cruzó la vereda y tomó al Flaco del brazo.

Esto medio hizo recobrar la alegría a los mirones. Los caballos volvieron a corcovear, los gauchos siguieron la lucha y los escoberos recomenzaron su torneo de zancadillas y quebraderas.

Pero la gente, o mejor dicho, los vivientes, hombres y mujeres que acuden desde la orilla del pueblo a la plaza, hasta que el Flaco no se fue, no estuvieron a gusto.




...



-Pero, decíme una cosa, cristiano: ¿vos te divertís con eso?

-Sí.

-Yo no te veo reír ni loquear…

El Flaco replicó que para divertirse no precisaba reírse ni hacer reír. A él le gustaba ver la cara que ponían las viejas, caminar despacio y hacer aquel ademán que quería decir que lo esperaran.

-Pero la gente se te aparta…

-¡Pero si eso es lo que quiere la muerte!... ¡Si eso es nativo del disfraz!




...



Pasaban los años y el Flaco seguía siendo el disfrazado de calavera. Como los caballitos y los gauchos, era una parte del carnaval del pueblo.




...



Aquel entierro de Carnaval, el Flaco se encontró con una cosa que lo dejó asombrado: en la calle diez o doce criaturas disfrazadas de muerte, hacían cabriolas frente a la risa de la gente.

Sin duda estaba mal que los niños se pusieran aquel disfraz. Y que hicieran reír.

Al volver al rancho le dijo a Medina:

-¿Sabrás que esta noche quemo el disfraz?

Sí. Ya no valía la pena. La gente comenzaba a reírse de aquella cosa tan seria.

-Yo extrañaré y el carnaval se acabará para mí. ¡Pero no nací para payaso!




...



Bajo un cielo profundo, lleno de estrellas, en el más hondo rincón del fondo, ardía aquel sudario que acompañó al Flaco durante años y años.

Él, frente a las llamas que le encendían y desfiguraban el rostro, estaba serio, grave, como si asistiera al entierro de un pariente.

El fuego, al chamuscar el hinojal, perfumaba la noche.

¡Desde lejos, como una marea, llegaba el rumor de la plaza ardiendo de gauchos, machetazos, caballos corcoveadores y chinas vestidas de colorado!...

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