viernes, 14 de marzo de 2014

GÉNEROS LITERARIOS: GENERALIDADES


Los géneros son clasificaciones que hacemos de las obras literarias de acuerdo con sus características formales (según se emplee el verso o la prosa, la presencia o no de un narrador...) o temáticas (el asunto del cual traten).

Desde la Antigüedad clásica, distinguimos tres géneros principales:

A.    El género lírico, en el que se vuelca la subjetividad del autor y se acumulan recursos literarios diversos para llamar la atención sobre el mensaje: repeticiones de palabras, sonidos o estructuras oracionales, comparaciones o metáforas que captan nuestra sensibilidad. El cauce fundamental para la lírica es el verso, pero también podemos encontrar textos líricos en prosa, en diarios o autobiografías, por ejemplo.

B.    El género narrativo, en el que un narrador cuenta una historia en la que intervienen unos personajes. Además de la acción, el narrador y los personajes, otros elementos de la narración son el espacio (el lugar en que ocurren los hechos) y el tiempo (el momento en que se sitúa la acción). Aunque al principio los textos narrativos se escribieron en verso, como los cantares de gesta medievales que contaban las hazañas de los héroes de la comunidad, el vehículo de expresión habitual de la narrativa es la prosa.

C.   El género teatral o dramático, en el que la acción se desarrolla a través del diálogo de los personajes, y está pensado para ser representado en un escenario. El teatro clásico español se escribió en verso, tradición que continuó, aunque cada vez con menos vigencia, hasta comienzos del siglo XX. Desde el siglo XVIII, el teatro adoptó preferentemente la prosa.


Dentro de cada uno de los grupos anteriores podemos distinguir, además, otros géneros o subgéneros:
A.    Líricos: la canción, la elegía, la oda...
B.    Narrativos: el cantar de gesta, el cuento, la novela...
C.   Teatrales: la tragedia, la comedia, el drama...




NARRATIVO
Los textos narrativos cuentan una historia a través de un narrador.
El narrador es un elemento fundamental, puesto que nos proporciona la perspectiva desde la cual se enfoca la acción. Puede que se trate de un narrador externo, que relate los hechos en tercera persona, o de un narrador interno, que participe en la historia contada y use la primera persona del singular en su relato.
Los personajes podemos clasificarlos atendiendo a distintos criterios: principales y secundarios, según su importancia en la acción; o protagonistas y antagonistas, si se oponen entre sí; reales o imaginarios; humanos, animales o figuras alegóricas, etc.
Los acontecimientos pueden estar narrados en orden lineal, desde el principio de la historia hasta el final, o pueden estar desordenados, es decir, el narrador puede hacer retrospecciones para contarnos hechos pasados, anticipar hechos futuros o intercalar fragmentos correspondientes a distintos tiempos narrativos.
Toda narración debe ocurrir en un lugar, un espacio que puede ser real o inventado, o que incluso puede no precisarse. Asimismo, se sitúa en un tiempo (una época, un momento histórico...) y transcurre durante un periodo temporal determinado (una mañana, varios días, un año...).
Dentro de un texto narrativo podemos encontrar distintos tipos de discurso: narración, diálogo, descripción, reflexión...

MANIFESTACIONES NARRATIVAS

ü  El cantar de gesta: es un poema medieval que cuenta las hazañas guerreras de un héroe muy ligado a la comunidad en la que nace (por ejemplo, el Cid Campeador en el Poema de Mio Cid).
ü  El cuento: es un texto narrativo breve que suele constar de una única acción y de escasos personajes. Puede ser tradicional, fruto de la creación popular y por tanto anónimo, o culto, obra de autor conocido.
ü   La novela: es un texto extenso que presenta un mundo complejo en el que suelen aparecer diversos personajes y diversas acciones. Es el género contemporáneo por excelencia.
ü  La leyenda: es un texto breve, anónimo, que suele incluir elementos sobrenaturales y está estrechamente relacionado con las tradiciones y peculiaridades geográficas de un lugar.


LÌRICA
La lírica es el género literario que se caracteriza por la presencia en el texto de una voz que expresa su estado emocional, sus sentimientos. Esta voz puede ser real o fingida. Generalmente se escribe en verso, pero también se puede escribir en prosa, como ocurre con algunos diarios o textos autobiográficos.
En sus orígenes la poesía lírica iba acompañada de música. Eran canciones breves y anónimas de elaboración colectiva que se transmitían oralmente y que hablaban de la realidad inmediata de las personas como podía ser la celebración de una boda, el nacimiento de un hijo, la desaparición de un ser querido, los trabajos en el campo, o el cambio el estaciones. Esta lírica se denomina de tradición popular. También hay poesía lírica culta, compuesta por autores conocidos y que se transmite mediante la escritura.
A la tradición popular pertenecen las canciones y los romances líricos. Las canciones se caracterizan por su brevedad y por la variedad de temas que aparecen. En los romances líricos predomina el tema amoroso.
A la tradición culta se adscriben la oda, la elegía, la égloga y el epigrama. El epigrama es un poema breve de tema amoroso. En la égloga, varios pastores idealizados hablan de sus cuitas amorosas en medio de un paisaje estilizado. La elegía canta el dolor por la desaparición de un ser querido. La oda es una composición abierta que admite diversos temas y tonos.

DRAMÀTICO 
Llamamos textos dramáticos a las obras literarias destinadas a ser representadas en un escenario por actores y actrices. Los textos pueden leerse siguiendo las intervenciones de los personajes y las acotaciones que ha incluido el autor para explicar el espacio en el que transcurre la acción o para indicar cómo deben vestirse, moverse o hablar los personajes; pero sólo alcanzan su plenitud cuando se representan en un espacio escénico. Es entonces cuando el público ve y escucha a los actores que, siguiendo las directrices de un director, dan vida a ese texto dramático.
Para facilitar al espectador la comprensión de la obra, el desarrollo de la acción se divide en tres partes: el planteamiento de la situación inicial y la presentación de los distintos personajes, el nudo o conflicto central, y el desenlace o resolución de ese conflicto.

MANIFESTACIONES DRAMÀTICAS
ü  La tragedia: está protagonizada por reyes, nobles o héroes que se enfrentan a una fatalidad o a una pasión destructiva que no logran superar y que los aboca a un final trágico. El desenlace de las tragedias muestra casi siempre la muerte de alguno de los protagonistas. Este final tan impactante causa en el espectador una conmoción tal que debería llevarle a no cometer los mismos errores que han cometido los desdichados protagonistas. Esto es lo que los clásicos llamaban catarsis o purificación.

ü  La comedia: está protagonizada por personas de clase baja que se enfrentan a un problema que altera sus vidas pero que superan, no sin alguna dificultad, para acabar en un final feliz. El espectador se identifica con los protagonistas y ríe con las situaciones equívocas, con el modo de hablar de los personajes o con sus humanas torpezas.

ü  La tragicomedia o drama: está protagonizada por personajes de distinta condición social. El desenlace es trágico.



Material extraído de la siguiente página:

miércoles, 1 de mayo de 2013

LA PRADERA.-RAY BRADBURY



—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.
—¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se niró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y…  Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

ROMANCE DEL VENENO DE MORIANA.-ANÓNIMO





Madrugaba don Alonso 
a poco del sol salido; 
convidando va a su boda 
a los parientes y amigos; 
a las puertas de Moriana 
sofrenaba su rocino: 
—Buenos días, Morïana. 
—Don Alonso, bien venido. 
—Vengo a brindarte Moriana, 
para mi boda el domingo. 
—Esas bodas, don Alonso, 
debieran de ser conmigo; 
pero ya que no lo sean, 
igual el convite estimo, 
y en prueba de la amistad 
beberás del fresco vino, 
el que solías beber 
dentro en mi cuarto florido. 
Morïana, muy ligera 
en su cuarto se ha metido; 
tres onzas de solimán 
con el acero ha molido, 
de la víbora los ojos, 
sangre de un alacrán vivo: 
—Bebe, bebe, don Alonso, 
bebe de este fresco vino. 
—Bebe primero, Moriana, 
que así está puesto en estilo. 
Levantó el vaso Moriana, 
lo puso en sus labios finos; 
los dientes tiene menudos, 
gota dentro no ha vertido. 
Don Alonso, como es mozo, 
maldita gota ha perdido. 
—¿Qué me diste, Morïana, 
qué me diste en este vino? 
¡Las riendas tengo en la mano 
y no veo a mi rocino! 
—Vuelve a casa, don Alonso, 
que el día ya va corrido 
y se celará tu esposa 
si quedas acá conmigo. 
—¿Qué me diste, Morïana,  
que pierdo todo el sentido? 
¡Sáname de este veneno, 
yo me he de casar contigo! 
—No puede ser, don Alonso, 
que el corazón te ha partido. 
— ¡Desdichada de mi madre 
que ya no me verá vivo! 
—Más desdichada la mía 
desque te hube conocido.

domingo, 17 de marzo de 2013

"LAS DESVENTURAS DEL JOVEN WERTHER" (FRAGMENTOS) JOHANN WOLFGANG GOETHE


NOTA DEL EDITOR

HE recogido con afán todo lo que he podido encontrar referente a la historia del desdichado Werther, y aquí os lo ofrezco, seguro de que me lo agradeceréis. Es imposible que no tengáis admiración y amor para su genio y carácter, lágrimas para su triste fin. Y tú, pobre alma que sufres el mismo tormento ¡ojalá saques consuelo de sus amarguras, y llegue este librito a ser tu amigo si, por capricho de la suerte o por tu propia culpa, no encontraste otro mejor!


PRIMERA PARTE
10 DE MAYO
«Reina en mi espíritu una alegría admirable, muy parecida a las dulces alboradas de la primavera, de que gozo aquí con delicia. Estoy solo, y me felicito de vivir en este país, el más a propósito para almas como la mía, soy tan dichoso, mi querido amigo, me sojuzga de tal modo la idea de reposar, que no me ocupo de mi arte […]

16 DE JUNIO
«¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas; ¡tú, que te cuentas entre nuestros sabios! Debes adivinar que me encuentro bien y que..., en una palabra, he hecho una amistad que interesa a mi corazón. Yo he..., yo no sé... «Difícil me será referirte de por sí cómo he conocido a la más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento; por lo tanto, seré mal historiador.
«¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la que aman, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo no podré decirte cuán perfecta es y por qué es perfecta; en resumen, ha esclavizado todo mi ser. « ¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta bondad con tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida real, de la vida activa! […]

«¡Con cuánto embeleso mientras ella hablaba, fijaba yo mi vista en los ojos negros! ¡Cómo enardecían mi alma la animación de sus labios y la frescura risueña de sus mejillas! ¡Cuántas veces, absorto en los magníficos pensamientos que exponía dejé de prestar atención a las palabras con que se explicaba! Tú, que me conoces a fondo puedes formar una idea exacta de todo esto. En fin, cuando el coche paró delante de la casa del baile yo eché pie a tierra completamente abstraído. La hora del crepúsculo, el laberinto de sueños en que vagaba mi imaginación, todo contribuyó a que apenas hiciese alto en los torrentes de armonía que llegaban hasta nosotros desde la sala iluminada apoderaron de sus damas, yo los seguí con la mía.

21 DE JUNIO

Paso unos días tan felices como los que Dios reserva a sus elegidos, y sucédeme lo que me suceda, no podré decir que no he saboreado los placeres más puros de la vida. […]
«¡Cuán feliz me considero con que mi corazón sea capaz de sentir el inocente y sencillo regocijo del hombre que sirve en su mesa la col que él mismo ha cultivado, y que, además del placer de comerla, tiene otro mayor recordando en aquel instante los hermosos días que ha pasado cultivándola, la alegre mañana en que la plantó, las serenas tardes en que la regó, y el gozo con que la veía medrar de día en día.»

8 DE JULIO
«¡Qué niños somos! ¡Con qué vehemencia suspiramos por una mirada! Habíamos ido a pie a Wahlheim, las señoras salieron en coche, y durante nuestro paseo creí ver en los ojos negros de Carlota... Soy un loco: perdóname. Sería preciso que vieras estos ojos. Abreviaré, porque el sueño cierra los míos. «Las señoras subieron en el coche, y al lado estábamos el joven W., Selstadt, Audran y yo. Charlaban por la portezuela con estos jóvenes aturdidos que son, por cierto, locos y superficiales. Yo buscaba los ojos de Carlota.
¡Ay!, sus miradas vagaban ya a un lado, ya a otro, sin dirigirse a mí, que sólo de ella me ocupaba. Mi corazón le dijo adiós mil veces; pero ella no me veía. Pasó el coche, y una lágrima humedeció mis párpados. Lo seguí con la vista. Carlota sacó la cabeza por la portezuela y se volvió a mirar.... ¡Ah!..., ¿era a mí? Amigo mío, floto en esta incertidumbre; esto me consuela. Acaso volvió para verme; acaso... Buenas noches. ¡Oh, qué niño soy!»

16 DE JULIO
«¡Ah qué sensación tan grata inunda todas mis venas cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío. El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su inocencia su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir esta insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su divino aliento se confunde con el mío, creo morir herido por el rayo, Guillermo y este cielo, esta confianza, si llego a atreverme... Tú me entiendes. No, mi corazón no está tan corrompido. Es débil, demasiado débil... Pero, en esto, ¿no hay corrupción?
«Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos se desvanecen en su presencia. Nunca sé lo que experimento cuando estoy a su lado: creo que mi alma se dilata por todos mis nervios.
«Hay una sonata que ella ejecuta en el clavicémbalo con la expresión de un ángel: ¡tiene tal sencillez y tal encanto! Es su música favorita y le basta tocar su primera nota para alejar mi zozobra cuidados y aflicciones. «No me parece inverosímil nada de lo que se cuenta sobre la antigua magia de la música ¡Cómo me esclaviza este canto sencillo! ¡Y cómo sabe ella ejecutarlo en aquellos instantes en que yo sepultaría contento una bala en mi cabeza! […]

30 DE JULIO
«Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque él fuese el mejor y más noble de los hombres, y yo me reconociera inferior bajo todos conceptos, me sería insoportable que a mi vista poseyese tantas perfecciones. ¡Poseer! ... Basta, Guillermo; el novio está aquí. Es joven bueno y honrado a quien nadie puede dejar de querer. Felizmente, yo no he presenciado la llegada: me hubiera desgarrado el corazón. Es tan generoso, que ni una sola vez se ha atrevido aún a abrazar a Carlota en mi presencia. ¡Dios se lo pague! La respeta tanto, que debo quererle. Se muestra muy afectuoso conmigo, y supongo que esto es más obra de Carlota que efecto de su propia inclinación; las mujeres son muy mañosas en este punto y están en lo firme; cuando pueden hacer que dos adoradores vivan en buena inteligencia, lo que sucede pocas veces lo hacen, y el  provecho, indudablemente, es para ellas. «Sin embargo, no puedo rehusar mi estimación a Alberto. Su exterior tranquilo forma marcadísimo contraste con mi carácter turbulento, que en vano desearía ocultar. Tiene una sensibilidad exquisita y no desconoce el tesoro que posee con Carlota. Parece poco dado al mal humor, que, como sabes es el vicio que más detesto.
[…]
«Estoy que bramo, y mandaré a paseo a todo el que diga que debo resignarme, y que esto no podía suceder de otro modo... ¡Vayan al diablo los razonadores! Vago por los bosques, y cuando llego a casa de Carlota y veo a Alberto sentado junto a ella entre el follaje del jardinillo, y tengo precisión de detenerme, me vuelvo loco de atar y hago mil necedades. «En nombre del cielo—me ha dicho hoy Carlota—, os ruego que no repitáis la escena de anoche: estáis espantoso cuando os ponéis tan contento.»
Te diré, para entre nosotros, que acecho todos los instantes en que él interviene; de un salto me meto entonces en su casa, y me vuelvo loco de alegría siempre que ella está sola.»

18 DE AGOSTO
«¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de su miseria? Este sentimiento, que llena y rejuvenece mi corazón ante la vivaz naturaleza, que vierte sobre mi seno torrentes de deliciosas dulzuras y convierte en un paraíso el mundo que me rodea, ha llegado a ser para mí un insoportable verdugo, un espíritu que me atormenta y que me persigue por todas partes. […]
«Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma, y el inmenso espectáculo de la vida no es a mis ojos otra cosa que el abismo de la tumba, eternamente abierto. ¿Podrás decir «esto existe» cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi nunca todas sus fuerzas, y se ve, ¡ay!, encadenado, tragado por el torrente y despedazado contra las rocas?



21 DE AGOSTO
«Al sacudir por las montañas el yugo de una pesadilla, es en vano que extienda los brazos hacia ella, en vano que la busque por la noche en mi lecho, cuando un sueño feliz y sencillo me hace creer que estoy en el campo, sentado a su lado, estrechando su mano y llenándola de besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado por el sueño busco esa mano y me despierto, un torrente de lágrimas brota de mi corazón oprimido y lloro sin consuelo en las tinieblas de lo porvenir.»

30 DE AGOSTO
«Desgraciado, ¿no está loco? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Adónde te conducirá esta pasión indómita y sin objeto? No pienso más en ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya, y todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
«Esto me procura algunas horas de felicidad que deben concluir tan pronto como sea preciso que nos separemos. ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con frecuencia mi corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado, absorto en la contemplación de su hermosura, de sus movimientos, de su celestial lenguaje, todos mis sentidos se excitan insensiblemente, una sombra se extiende ante mi vista, y mis oídos se embotan, siento que oprime mi corazón una mano homicida; mi corazón, con sus latidos precipitados, busca consuelo a mis sentidos oprimidos y no hace más que aumentar el desorden...
«Guillermo, muchas veces no sé si estoy en el mundo y si la tristeza me agobia o si Carlota no me concede el triste consuelo de aliviar mi martirio, dejándome bañar su mano con mi llanto. Necesito salir, necesito huir, y corro a ocultarme muy lejos en los campos. Entonces gozo trepando por una montaña escarpada, abriéndome paso entre un bosque impenetrable, entre las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan. Entonces me encuentro un poco mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y de cansancio, sucumbo y me detengo en el camino; cuando en la profunda noche, brillando sobre mi cabeza la luna llena, me siento en el bosque solitario sobre un tronco torcido, para dar algún descanso a mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la claridad crepuscular..., ¡oh Guillermo!, el silencio albergue de una celda, un sayal y el cicilio son los únicos consuelos a que aspira mi alma. Adiós. No veo para esta cuita otro fin que el sepulcro.»

SEGUNDA PARTE

29 DE JULIO
(…) Guillermo, cuando Alberto abraza su talle esbelto, tiemblo de pies a cabeza.
“¿Me atreveré a decirlo? ¿Y por qué no? Carlota hubiera sido conmigo más feliz que con él. No; no es éste el hombre que puede satisfacer todos los deseos de este ángel. Cierta falta de sensibilidad, cierta falta de... (traduce esto como te parezca). Yo veo que sus almas no simpatizan; lo veo cuando, leyendo uno de nuestros libros favoritos, laten al unísono el corazón de Carlota y el mío, y lo veo en otras mil ocasiones en que revelamos los sentimientos que nos producen las acciones ajenas. ¡Oh Guillermo! ¿Es verdad que él la ama con toda su alma..., y que, así y todo, no merece el amor de ella?
[…]


3 DE SEPTIEMBRE
“Hay ocasiones en que no comprendo cómo puede amar a otro hombre, cómo se atreve a amar a otro hombre, cuando yo la amo con un amor tan perfecto, tan profundo, tan inmenso; cuando no conozco más que a ella, ni veo más que a ella, ni pienso más que en ella.”

4 DE SEPTIEMBRE
“Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la proximidad del otoño, siento el otoño dentro de mí y en torno mío. Mis hojas amarillean, y las de los árboles vecinos se han caído ya.




19 DE OCTUBRE

“¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que siente mi alma... Muchas veces me digo: “Si pudiera un momento, uno solo estrecharla contra mi corazón, todo este vacío se llenaría.”

27 DE OCTUBRE POR LA NOCHE
“¡Siento tantas cosas..., y mi pasión por ella lo devora todo! ¡Tantas cosas! . . . ¡Y sin ella todo se reduce a nada!”

3 DE NOVIEMBRE
“Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar jamás. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de mi existencia. “¡Ah! ¿Por qué no soy uno de esos maniquíes que se amoldan a todo, a todo, menos a sí mismos? Entonces, al menos, el insoportable fondo de mi desolación no pesaría sobre mí más que a medias. Por desgracia, comprendo que la culpa es únicamente mía. ¡La culpa! No. Bastante es ya que lleve en mí la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba el manantial de todos mis placeres. ¿No soy siempre aquel hombre que otras veces se deleitaba con los más puros goces de una exquisita sensibilidad que a cada paso creía descubrir un paraíso, y cuyo corazón abierto a un amor sin límites, era capaz de abrazar el mundo entero? Este corazón está ahora muerto, cerrado a todas las sensaciones; mis ojos están secos, y mis acerbos dolores, que no tienen desahogo, llenan de prematuras arrugas mi frente. ¡Cuánto sufro! […]

22 DE NOVIEMBRE
“Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir:
“¡Conservádmela!” Y, sin embargo, hay momentos en que creo que me pertenece. Tampoco puedo decir: “¡Dádmela!”, porque pertenece a otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolores. Basta; no sé adónde iría a parar si continuase.”

4 DE DICIEMBRE
“Te suplico que tengas piedad de mí, porque es un hecho que no podré soportar más tiempo mi situación. “Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba diferentes melodías en su clavicémbalo, con una expresión.... ¡con una expresión!... ¿Cómo podría pintártela? La más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas sobre mis rodillas. De pronto se me saltaron las lágrimas y bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo de boda, y mi llanto corrió con más abundancia. En aquel mismo instante comenzaba a tocar aquella antigua melodía que tanto me impresionaba, y mi corazón sintió una especie de consuelo, recordando el tiempo en que aquella música había herido agradablemente mis oídos; tiempo de felicidad en que las penas eran pocas, horas de esperanza que pronto huyeron. Me levanté y empecé a pasearme por la habitación sin orden ni concierto. Me ahogaba.
“”¡Basta—exclamé—, basta, por Dios!” Carlota se detuvo y clavó en mí una mirada investigadora.
“”Werther—dijo, muy malo debéis estar, cuando vuestra música favorita os desagrada de ese modo. Retiraos, y haced por recobrar la calma.”
“Me separé de ella y... ¡Dios mío!, tú que ves mis sufrimientos, debes ponerles fin.”


20 DE DICIEMBRE
“Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya comprendido tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es ausentarme. Pero la invitación que me haces para que vuelva a vuestro lado no está muy en armonía con mi pensamiento. Antes haré una corta excursión, a la que convidan el frío continuado que es de esperar y los caminos que estarán en buen estado. […] Adiós, mi querido amigo; el cielo derrame sobre ti sus bendiciones.”